Como cada día, salió de su casa, dispuesto a atrapar, mediante
el carboncillo, retazos de realidad, trazos del espíritu de la vida cotidiana
que sólo sus ojos, entrenados por la práctica y el paso de los años, sabían
aislar y plasmar, en un instante despojado de todo lo que no fuera pureza.
Se sentó en un banco de aquella plaza anónima y anodina e
hizo lo posible para enmudecer su diálogo interno, convirtiéndose así en puro
receptor del alma colectiva.
Entonces la vio venir hacia él. La muchacha llevaba un ramo
de rosas, se le paró delante y sonriendo, sin decir palabra, le tendió una de
sus flores y siguió su camino .Él se quedó en blanco, nunca nadie antes le
había agasajado tan hermosamente. Enfrentado a la tarea imposible de plasmarse
como espectador y autor, decidió guardar aquel momento en su corazón.
Recogió sus cosas y volvió a casa.